lunes, 16 de julio de 2007

Nuestro tiempo

¡Muchas gracias a las personas que han visitado mi blog! Especialmente a las que se han tomado algunos minutos para leer estos cuentos y dejar algún comentario. Por favor, sigan dejando sus comentarios; mientras lo hagan, yo seguiré buscando buenas historias para compartir con ustedes. Historias llenas de sensualidad como la siguiente...

“Nuestro tiempo”
Por Paul
Tomado del sitio Dimensions
Original en inglés aquí


Conocí a Lesta Jarmin en la época en que yo era entrenador del equipo de ligas menores donde jugaba su hijo. Ella estaba en sus últimos 30, casada, madre de tres niños. Como sabe quien se encuentre familiarizado con lo que significa jugar en ligas menores, el ambiente puede llegar a ser muy intenso y competitivo para todos los involucrados. Yo tenía 20 años por entonces, y todavía recuerdo que se suponía que los deportes debían ser divertidos, sobre todo para los niños. Los deportes siempre fueron algo muy bueno para mí. Fui contratado por Toronto al terminar la preparatoria y mi carrera apuntaba hacia algo más, hasta que un hueso roto interrumpió definitivamente mis posibilidades de lanzar para los Majors.

Así pues, me dediqué a formar a estos pequeños beisbolistas, concentrándome en que aprendieran los fundamentos y en desarrollar su espíritu deportivo, además de procurarles una sana diversión, y el proceso acabó por consolidar un equipo de ganadores.

Lesta y su marido parecían apreciar honestamente mi actitud hacia el juego y hacia los niños. No pasó mucho tiempo antes de que me invitaran a almorzar. Disfruté estar con la familia entera, fueron de verdad muy buenos conmigo. Como soltero joven lejos del hogar, cualquier comida con sabor casero era recibida por mí con una tormenta de aplausos.

Me convertí en algo así como su cuarto hijo. Creo que pasé más tiempo en su residencia que en mi departamento. El esposo de Lesta se desempeñaba como administrador en el hospital de la ciudad, hecho que lo forzaba a pasar largas horas en el trabajo y a realizar frecuentes viajes de negocios. La familia juzgaba más conveniente que Lesta permaneciera en casa.

Lesta era una gran mamá, una esposa maravillosa y una coqueta incorregible. He dicho coqueta, pero la verdad es que todo acababa en el coqueteo; nunca se comportó de manera lasciva, ni me sugirió traspasar los límites de nuestro trato diario, ni vi que lo hiciera con nadie más. Pero llegué a un punto en que me descubrí a mí mismo deseando con fuerza su compañía. Comencé a inventar excusas para ir a su casa cuando sabía que iba a encontrarla ahí. Mis ojos la buscaban y yo gozaba con su coqueteo y con la atención que me brindaba.

En ningún momento consideré hacer el amor con ella. Era la madre de uno de mis jugadores y estaba casada con un individuo honorable al que respetaba y con el que me encontraba en deuda de gratitud. Pero las cosas empezaron a cambiar en mi mente.

Debo confesar que hasta ese momento de mi vida yo había sido una de tantas presas de “la gran mentira americana”; ya saben, esa que dice que las mujeres gordas no pueden ser hermosas o atractivas. Nunca habría rechazado la amistad de alguien simplemente porque estuviera “pasada de peso”, pero me habría negado a pensar en una gorda como en alguien que yo podría amar. Mi cerrazón mental me tenía en un terrible error.

La figura de Lesta se alzaba apenas 1 metro y 55 centímetros sobre el suelo (yo mido 1.77), maravillosamente redondeada. Podías decir que era madre de tres, con un cuerpo glorioso para probarlo. No se mostraba nada avergonzada, no tenía esa terrible consciencia de su propio cuerpo que tienen tantas mujeres rollizas, y si a ella no le importaba, a mí menos. Su sonrisa era la más grande, con ojos azules y corto cabello marrón. Lo sé porque no dejaba de mirarla, estudiando sus rasgos y admirando su belleza.

Aprovechaba cualquier oportunidad para rozar mi cuerpo contra su suave forma, o simplemente para estar cerca de ella. Me permitía incluso tocar sus glúteos con mis dedos cuando metía mis manos al fregadero para lavármelas, o cuando jugaba con sus gatitos sentado en el piso. No parecía adivinar mis motivos internos, y continuaba estimulando mis deseos salvajes con su coqueteo simple, inofensivo.

Tenía maravillosos sueños eróticos donde ella era la protagonista, causando mi despertar con una rampante erección. Descubrí que ya no estaba teniendo citas con nadie, ni sentía deseo por las chicas delgadas de mi edad. Lesta era mi obsesión, su sonrisa, su cuerpo y el pensamiento permanente de estar con ella. Me masturbaba dos, o tres, o más veces al día, con imágenes de ella sucediéndose en mi memoria.

Un jueves sucedió; la vi en su casa poco después de que ella había vuelto de cierta reunión social en el Country Club. Llevaba puesto todavía el vestido de la reunión cuando llegué. Por lo demás, todo ocurría como en cualquiera de mis visitas, nada diferente, ninguna resolución silenciosa de mi parte, simplemente otra oportunidad que yo me daba para disfrutar con su compañía.

Mientras conversábamos, entramos a su dormitorio, en la parte posterior de la casa. Junto a su armario dormían los gatitos. Lesta había estado cuidando de estos gatitos por más de dos semanas, tras haberlos hallado abandonados por la madre. Levantó la caja de zapatos donde se amontonaban las crías y la colocó sobre su cama, procediendo a alimentarlas. Su vestido, al apoyarse ella sobre la cama, me dejó ver sus piernas, expuestas a la mitad de los muslos. Era fascinante, no podía hacer otra cosa más que mirarlas, pero su voz me sustrajo de mi ensueño ilícito. Arrodillado frente a Lesta, le ayudé a mantener a los gatitos ocupados en tanto ella los alimentaba individualmente.

Lesta se dejó caer de espaldas sobre la cama. Uno de los gatitos se acurrucaba entre sus manos, sobre su estómago. Intenté quitárselo, pero, en lugar del animalito, mi mano encontró su cuerpo suave, tibio. Mi mano se rezagó ahí. Escuchándola hablar, sentí su voz a través de mi mano con el ascenso y caída de su respiración. Nunca me había hecho vibrar así un simple roce. Fue electrizante; todo mi cuerpo respondió de inmediato al sentirla.

Su súbito silencio me sacó de mi trance privado. Me observaba con atención; había cierto extrañamiento en sus ojos. Su mirada se deslizó desde mis ojos hasta mi mano que frotaba lentamente su estómago, y luego subió de nuevo a mis ojos, todo sin decir una sola palabra. Estaba perdido en ella; supe que no iba a parar a menos que me lo pidiera. Durante lo que parecieron minutos, no hicimos más que mirarnos uno al otro como si esperáramos despertar en cualquier momento para encontrar todo de nuevo vuelto a la normalidad. Me incliné lentamente sobre ella y besé suavemente aquellos labios con los que había soñado tantas noches. Mi mano se arrastró hasta sus pechos, rozándolos apenas, como si fueran a desaparecer. Por única respuesta ofreció una respiración más acelerada y la elevación de su pezón.

Deseé hacer de éste un momento que durara… para siempre. Nuestros labios se juntaron, secamente al principio, luego con más urgencia y humedad. Nos bebimos uno al otro a través de nuestros labios. Era como si éste fuera mi primer beso, salvo que ahora sabía lo que hacía. Sentí sus labios, nuevos y calientes, y en tanto los abría para mí, pude probar su lengua al enlazarnos suavemente.

Me acerqué a su voluptuoso cuerpo, presionando mi pene endurecido contra su muslo caliente. Cuidadoso, me desuní de nuestro beso y, latiéndome más fuerte el corazón, le pregunté si aquello era correcto. Sin susurrar palabra alguna, Lesta cabeceó en señal de asentimiento, y sus brillantes ojos azules fueron el sí más elocuente que he recibido nunca.

Con más confianza que antes, nos besamos una vez más y empezamos a explorar nuestros cuerpos. Nuestras lenguas hermanadas y mis manos descendiendo bajo su cuello por el valle que creaban sus pechos. Su piel era eléctrica, caliente y delicada. Podía sentir sus manos correr encima de mis brazos y por la parte baja de mi espalda.

Me levanté despacio para poder abrir los botones al frente de su vestido. Ella intentó ayudarme con cierta timidez. Detuve mis esfuerzos y suavemente hice volver su cara hacia la mía; le dije que deseaba verla, que ella había sido el objeto de mi deseo durante todos estos meses... que la encontraba sumamente atractiva. En medio de mi agitación, le expliqué que deseaba agasajar mis ojos con la imagen de sus encantos.

Respondió con una sonrisa del tamaño de Texas.

Abrió ella misma su vestido y me recompensó permitiéndome verla con tan sólo un sujetador, bragas y pantimedias. Nunca, en todos mis días, imaginé que un cuerpo pudiera ser tan divino. Era así como una dama debería ser, suave y deleitosa a la mirada, y se lo dije.

Logré ruborizarla; nerviosa, reía un poco. Se incorporó y me dio un beso largo y profundo. Nuestro beso estaba lleno de deseo y de toda la pasión descarada que uno sentía por el otro. Lesta dijo que era mi turno de desnudarme. Me levantó la camiseta y acarició mi pecho mientras yo batallaba tirando de las mangas sobre mi cabeza. Mi dicha era completa cuando ella me tocaba. Parecía apreciar realmente mi cuerpo joven de músculos bien definidos... De acuerdo, unos segundos rápidos de ego masculino: 1'77 de estatura, 75 kilos, 102 centímetros de pecho y 72 de cintura. Por entonces, algo que resaltaba mi caminar eran mis Levi's y, por debajo de ellos, mis bóxers.

Me coloqué detrás de ella en su cama, despojándola de los últimos vestigios de ropa. Su belleza no hacía sino incrementarse conforme le arrebataba cada prenda. Su abdomen rellenito y orgulloso era simplemente erótico y la plenitud de sus muslos y pantorrillas formaba las piernas más sexys que he visto jamás. Durante muchos minutos me absorbí en completa rendición y admiración, con toda la fuerza de mis manos repasando sus contornos, desde su cuello hasta debajo de sus rodillas.

Alcanzando sus labios, dejé que mi lengua los remontara. Lesta respondió abriéndolos e indicándome el modo de besarla correctamente. Mis manos se afianzaron a sus pechos oscilantes como si sostuvieran sendas copas; el peso puro de sus senos enfatizaba cuánta sustancia de mujer tenía. Deliberadamente, incliné mi cuerpo mientras besaba y mordía su cuello, llenándome de aquel aroma único.

Coloqué mi pierna sobre su montículo revestido de vello, y contra él refregué mis muslos. Podía sentir su cuerpo responder a la presión del mío. Enterré mi boca en su seno derecho, circundando su areola con mi lengua, apenas rozándola. Su respiración se estaba volviendo más rápida y su mano se incrustaba debajo de mi estómago, provocándome un hormigueo en áreas maravillosamente sensibles. Y cuando sujetó mi pene entre sus manos tibias, me supe cerca del cielo.

Lamí su orgulloso abdomen, gozando con su turgencia. Después de darme un festín en su pecho, habiendo devorado ambos bulbos gloriosos, descendí, en busca siempre de un nivel inferior.

Comenzaba a probar el dulce néctar de Lesta, cuando me paró en seco, advirtiéndome que no se sentía segura sobre si yo debía avanzar; no era, dijo, que no me deseara, pero habían transcurrido más de siete años desde que su esposo la había tratado de esta manera. Le dije que deseaba como nada en la vida beber sus sabrosos jugos, que quería hacerla ascender a su clímax con mi lengua entre sus piernas.

Lentamente abrí con mis dedos los labios externos de su vagina; coloqué mi lengua húmeda y caliente contra su clítoris; y comencé a lamer... llevando la largura de mi lengua sobre su clítoris entero. Sus manos encontraron mi nuca y empezó a dirigir mis movimientos hacia su mayor placer… que también era el mío. De pronto todo mi ser yacía sumergido dentro de su cuerpo voluptuoso. Sus muslos emparedaban mi cabeza con sorprendente fuerza, mientras yo aceleraba la velocidad de mi lengua, trasladándome a veces un poco más abajo para sondear en su ano. Pero volvía siempre a su clítoris, sintiendo cómo se endurecía bajo mi cuidado. Lesta susurraba mi nombre, me pedía no detenerme, lo cual yo no tenía ninguna intención de hacer hasta que ella se viniera.

Siempre me ha gustado proporcionarle placer oralmente a una mujer, pero no me había extendido con ninguna tanto como con Lesta. Su redondez y su llenura hicieron mi viaje más erótico; y por sus gritos y el estremecimiento de sus caderas, supe que estaba disfrutando con la atención que yo brindaba a su mullido triángulo. Después de esto, no pasó mucho tiempo antes de oírla gritar que se estaba viniendo; y se venía, y con lo violento de su clímax casi me rompía el cuello que sus muslos atrapaban. Yo mismo estaba a punto de llegar a un orgasmo; ¡así de intenso era el suyo, tanto que me contagiaba!

Me incorporé y me invitó a penetrarla. Aunque no era necesario, sus manos me condujeron hábilmente a través de su bien lubricado canal. Descendí con lentitud por aquel camino, sintiendo los lados de su vagina estrecharse para envolver mi pene. Se sentía como ser arropado en terciopelo caliente. Lesta, impaciente, alzó en torno a mí sus enormes caderas, forzándome a ir más adentro de ella.

No podía prever si volvería a ser tan afortunado de tenerla nuevamente en mi vida, por lo que estaba determinado a hacer este momento duradero para los dos. Después de colocar mi pene de lleno en su vagina, me sorprendió encontrar la punta de él reclinada contra la parte posterior de su sexo; fue una sensación grandiosa para ambos.

Con mi pene como látigo, di lentos azotes en el interior de Lesta, susurrando su nombre, volviendo a contar las noches en que sin final me atormentaban las imágenes eróticas de aquella mujer. Sus manos amasaban mis nalgas, ayudando así a introducirme más profundamente en su líquida vagina. Con todos sus kilos “de más”, Lesta apretaba fuertemente mi pene; su determinación la mostraba dispuesta a tomar todo de mí.

Abrió sus anchos muslos y yo sumí mi pene en ella hasta la empuñadura, restregándolo una y otra vez contra su clítoris. Me encantaba ver cómo su barriga y sus pechos se sacudían sobre su sexo mientras hacíamos el amor. La barriga se ondulaba bajo los pechos con cada uno de mis ataques. Sus ojos azules estaban abiertos y me sonreían mientras la penetraba. Lesta elevó las caderas para desafiarme; se acercaba otro orgasmo, sentía cómo se obligaba a sí misma a arrojarse contra mi cuerpo.

Quería ver y sentir a Lesta encima de mí… muy encima de mí. Mientras cambiábamos de postura, los músculos de su vagina se aferraron temblorosos a mi rabiosa erección. Sentir el peso de esta robusta mujer encima de mí fue grandioso. Ella reía como una niña y me pedía que no me preocupara. Dio inicio a un movimiento de cauteloso ritmo con esas caderas maravillosas que nunca olvidaré. Realmente podía oírme a mí mismo chapotear en su vagina inundada mientras mi verga entraba y salía de ella.

Abrazado al torso de Lesta, me incorporé a medias sobre la cama para chupar un erguido pezón, introduciéndolo tan dentro de mi boca como fuera posible, con mi lengua alrededor suyo actuando como un remolino y después mordisqueándolo con cierta delicadeza. Llegados a este punto, imaginé que Lesta podría sofocarme, pues me había capturado entre sus dos pechos e hizo como si fuera a exprimirme entre sus brazos. Había sido engullido por su carne, que probé al mismo tiempo que su glorioso olor.

Era una sobrecarga sexual; estaba perdiendo rápidamente cualquier resabio de control. Esta magnífica señora casada madre de tres hijos era más de lo que yo podía manejar; su cuerpo suave y abundante era la más erótica y atractiva forma que hubiera atestiguado.

Lesta compartía mi urgencia y, montada en mí, se movía cada vez más rápidamente, con sacudidas más violentas, robando más de mí para quedárselo. Mi mano derecha encontró su clítoris y logré mantener un pulgar en éste mientras ella me conducía al éxtasis.

Le advertí que no podría aguantar mucho más y que debía salir de ella antes de correrme. Se inclinó y nos dimos un beso francés, intenso y prolongado. Todavía estábamos unidos por un beso cuando lancé mi esperma, que se esparció sobre su vientre. El semen no cesaba de brotar y ella permaneció montada en mí, tomando todo lo que tenía para ofrecerle. Pasados unos minutos, se derrumbó sobre mi pecho; la abracé, sintiendo cómo nuestros sudores se mezclaban.

Mientras su cabeza reposaba en mi hombro, Lesta dijo que había tenido tres orgasmos, y me hizo prometer que éste no sería el final de nuestra amistad ni la última vez que haríamos el amor.

Estuve completamente de acuerdo. Por primera vez en mi vida me sentía satisfecho de verdad después de haber hecho el amor. Esta maravillosa BBW* tenía todo lo que siempre había deseado en una amante.

Pasamos juntos el resto de la tarde y me quedé para la cena. Sería la primera de muchas experiencias inolvidables a su lado.


* BBW: siglas en inglés de big beautiful woman; es decir, “mujer gorda y hermosa”.